martes, 23 de diciembre de 2008

La novia mecánica

Les Marionnettes - Zbigniew Preisner




La novia mecánica

por Gerald Arthur Alper

Salió de un profundo sueño, demoníaco, convencido al fin -diez mil razones subconscientes así se lo murmuraban- que su amada era mecánica, como todas las demás. No era una cosa demasiado extravagante. Según sus recortes de periódicos, en Manhattan se habían descubierto ya tres casos. Aunque en cada uno de ellos había sido precisa una autopsia, solicitada por el engañado aunque nada receloso amante, para descubrir el fulgurante secreto.

-¿Por qué no tiene hijos? -se lamentaba, prisionero ahora de su idea, mientras se paseaba miserablemente por el bonito dormitorio del segundo piso: una de las nueve atrevidas habitaciones de la casa de campo rococó con chimenea, completada con una esplendorosa escalera, grandes vitrinas, relucientes revestimientos de espejos y un augusto patio, que un muro separaba del tráfico.

-¿O por qué está tan maravillosamente contenta?

¿Y por qué también le visitaban a él sonidos prohibidos en sus sueños: distantes aullidos de sirenas, o fuertes maullidos de gato, el tañido de una apagada campana, a veces un melodioso zumbido ascendente? Recordó un remoto sueño difuso en el cual se imaginaba a su amada, con los brazos extendidos frente a ella, el rostro congestionado y azul, babeante en su sueño, sólo que su voz chillona era, repulsivamente, la de un juguete. "¿Había sangrado alguna vez ante sus ojos? -se preguntaba-. ¿Había presenciado él alguna vez su vivo flujo de sangre?"

Sumido en tal perplejidad, apartó el florido y pesado edredón del torso de su amada -la que durante dos años había reposado serenamente así cada noche, hundida de manera parecida entre los almohadones de satén- y con ansiedad casi metafísica, la examinó desde diversos ángulos: ricitos de cabello rubio como la miel que caían desde las sienes, suaves como las de un niño, hasta los frágiles hombros, sus vehementes labios entreabiertos, una lozanía reluciente en las mejillas, brillantes párpados surcados de venitas, una piel lisa, fresca y resplandeciente.

Impetuosamente le desabrochó el quimono, bajo los reflejos de las extrañas luces de la ciudad que penetraban por la enorme ventana del dormitorio, apretó la oreja debajo del sonrosado montículo de su exquisito seno, en busca del latido de su corazón, y permaneció así tanto rato -sin oír nada excepto su propio jadeo- que por fin ella se despertó.

Perfectos ojos azules, ahora, que se abren como flores, un cuerpo sinuoso que salta carnalmente a la vida y morenos brazos ronroneantes que le atraen hacia ella, que deja desarmado a Zorn; Zorn, el napolitano, embrillantinado, jocundo idolatrador de la espontaneidad, quien, feliz de olvidar, ahoga su compulsión en la letalidad del más bestial amor de toda una noche.


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