viernes, 20 de febrero de 2009

Manifiesto Futurista


· Manifiesto Futurista ·

1. Queremos cantar el amor al riesgo, el hábito de la energía y de la temeridad.

2. El coraje, la audacia y la rebeldía serán elementos esenciales de nuestra poesía.

3. La literatura ha magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, el éxtasis y el sueño, nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo.

4. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia.

5. Queremos alabar al hombre que tiene el volante, cuya lanza ideal atraviesa la Tierra, lanzada ella misma por el circuito de su órbita.

6. Hace falta que el poeta se prodigue con ardor, fausto y esplendor para aumentar el entusiástico fervor de los elementos primordiales.

7. No hay belleza sino en la lucha. Ninguna obra de arte sin carácter agresivo puede ser considerada una obra maestra. La poesía ha de ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse delante del hombre.

8. ¡Estamos sobre el promontorio más elevado de los siglos! ¿Por qué deberíamos protegernos si pretendemos derribar las misteriosas puertas del Imposible El Tiempo y el Espacio morirán mañana. Vivimos ya en lo absoluto porque ya hemos creamos la eterna velocidad omnipresente.

9. Queremos glorificar la guerra - única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas para las cuales se muere y el desprecio de la mujer.

10. Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias.


11. Cantaremos a las grandes multitudes que el trabajo agita, por el placer o por la revuelta cantaremos a las mareas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas; cantaremos al febril fervor nocturno de los arsenales y de los astilleros incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas devoradoras de serpientes que humean, en las fábricas colgadas en las nubes por los hilos de sus humaredas; en los puentes parecidos a gimnastas gigantes que salvan los ríos brillando al sol como cuchillos centelleantes; en los barcos de vapor aventureros que huelen el horizonte, en las locomotoras de pecho ancho que pisan los raíles como enormes caballos de acero embridados de tubos y al vuelo resbaladizo de los aviones cuya hélice cruje al viento como una bandera y parece que aplauda como una loca demasiado entusiasta.

Es desde Italia donde lanzaremos al mundo este manifiesto nuestro de violencia atropelladora e incendiaria, con el cual fundamos hoy el futurismo, porque queremos liberar este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios.

Ya durante demasiado tiempo Italia ha sido un mercado de antiguallas. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren toda de cementerios innumerables.


Filippo Tommaso Marinetti, Le Figaro, 20 de febrero de 1909




Evil Bee - Menomena

domingo, 15 de febrero de 2009

La Mancha Hiptálmica




La Mancha Hiptálmica - Horacio Quiroga

—¿Qué tiene esa pared?
Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.
Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.
—¿P... pared? —formuló al rato.
Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.
—No es nada—contesté—. Es la mancha hiptálmica.
—¿Mancha?
—. . . hiptálmica. La mancha hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado... ¡Qué dolor de cabeza!... Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto?... Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.
—¿Qué dices? —le pregunté inquieto.
—¡Qué sueño más raro! —me respondió, angustiada aún.
—¿Qué era?
—No sé, tampoco... Sé que era un drama; un asunto de drama... Una cosa oscura y honda... ¡Qué lástima!
—¡Trata de acordarte, por Dios!—la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro. . .
Mi mujer hizo un esfuerzo.
—No puedo. . . No me acuerdo más que del título: La mancha tele... hita... ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.
—¿Qué? . . .
—Un pañuelo blanco en la cara... La mancha hiptálmica
—¡Raro! —murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.
Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.
—¡Si... sí! —se reía—. En cuanto me puse el pañuelo, me acordé...
—¿Un diente? ..
—No sé; creo que sí...
Durante el día bromeamos aún con aquello, y de noche mientras mi mujer se desnudaba, le grité de pronto desde el comedor:
—A que no...
—¡Sí! ¡La mancha hiptálmica! —me contestó riendo. Me eché a reír a mi vez, y durante quince días vivimos en plena locura de amor.
Después de este lapso de aturdimiento sobrevino un período de amorosa inquietud, el sordo y mutuo acecho de un disgusto que no llegaba y que se ahogó por fin en explosiones de radiante y furioso amor.
Una tarde, tres o cuatro horas después de almorzar, mi mujer, no encontrándome, entró en su cuarto y quedó sorprendida al ver los postigos cerrados. Me vio en la cama, extendido como un muerto.
—¡Federico!—gritó corriendo a mi.
No contesté una palabra, ni me moví. ¡Y era ella, mi mujer! ¿Entienden ustedes?
—¡Déjame! —me desasí con rabia, volviéndome a la pared.
Durante un rato no oí nada. Después, sí: los sollozos de mi mujer, el pañuelo hundido hasta la mitad en la boca.
Esa noche cenamos en silencio. No nos dijimos una palabra, hasta que a las diez mi mujer me sorprendió en cuclillas delante del ropero, doblando con extremo cuidado, y pliegue por pliegue, un pañuelo blanco.
—¡Pero desgraciado! —exclamó desesperada, alzándome la cabeza—. ¡Qué haces!
¡Era ella, mi mujer! Le devolví el abrazo, en plena e íntima boca.
—¿Qué hacía? —le respondí—. Buscaba una explicación justa a lo que nos está pasando.
—Federico... amor mío... —murmuró.
Y la ola de locura nos envolvió de nuevo.
Desde el comedor oí que ella—aquí mismo—se desvestía. Y aullé con amor:
—¿A que no?...
—¡Hiptálmica, hiptálmica! respondió riendo y desnudándose a toda prisa.
Cuando entré, me sorprendió el silencio considerable de este dormitorio. Me acerqué sin hacer ruido y miré. Mi mujer estaba acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tenía atada la cara con un pañuelo.
Corrí suavemente la colcha sobre la sábana, me acosté en el borde de la cama, y crucé las manos bajo la nuca.
No había aquí ni un crujido de ropa ni, una trepidación lejana. Nada. La llama de la vela ascendía como aspirada por el inmenso silencio.
Pasaron horas y horas. Las paredes, blancas y frías, se oscurecían progresivamente hacia el techo... ¿Qué es eso? No sé...
Y alcé de nuevo los ojos. Los otros hicieron lo mismo y los mantuvieron en la pared por dos o tres siglos. Al fin los sentí pesadamente fijos en mí.
—¿Usted nunca ha estado en el manicomio? —me dijo uno.
—No que yo sepa. ..—respondí.
—¿Y en presidio?
—Tampoco, hasta ahora...
—Pues tenga cuidado, porque va a concluir en uno u otro.
—Es posible. . . perfectamente posible...—repuse procurando dominar mi confusión de ideas.
Salieron.
Estoy seguro de que han ido a denunciarme, y acabo de tenderme en el diván: como el dolor de cabeza continúa, me he atado la cara con un pañuelo blanco.


[F I N]