domingo, 30 de agosto de 2009

Y Así Sucesivamente


Y ASÍ SUCESIVAMENTE

James Tiptree Jr.


En un rincón del salón de pasajeros el niño había logrado activar una pantalla de video.

- ¡Rovy! Te han dicho que no juegues con la pantalla durante el Salto. Ya sabes que allí no hay nada, son sólo lucecitas, querido... Ahora, vuelve a jugar.

Mientras la joven matrona-de-clan lo conducía de vuelta a los capullos algo ocurrió. Fue un sacudón muy leve, apenas lo suficiente para llamar la atención de los pasajeros somnolientos. Inmediatamente habló una voz serena, acompañada por el murmullo de la traducción múltiple.

- Habla el capitán. La discontinuidad momentánea que acabamos de experimentar es totalmente normal en esta modalidad del paraespacio. Tendremos una o dos más antes de llegar al complejo de Orión, donde estaremos en un par de unidades de tiempo de a bordo.

Ese episodio menudo estimuló la charla.

- Realmente compadezco a los jóvenes de hoy - la enorme criatura con ropas de mercader tamborileó en su pantalla de Noticias Galácticas, infló confortablemente las bolsas auditivas -. Ya pasaron los buenos tiempos. Diantre, cuando salí por primera vez, todo esto era una región fronteriza. Hacía falta valor para ir más allá de la Cruz del Norte. Uno redactaba el testamento antes del viaje. Aún recuerdo el primer Salto Transgaláctico.

- ¡Qué rápido ha cambiado todo! - se admiró su locuaz pequeño, que añadió, audaz -: Los jóvenes son tan apáticos. Aceptan todas estas maravillas como naturales, la idea del heroísmo les hace gracia.

- ¡Héroes! - refunfuñó el mercader -. ¡No ellos! - paseó una mirada desafiante por la lujosa cabina, lo que provocó gestos de asentimiento; de golpe un capullo giró para enfrentarlo y descubrir a un terráqueo con el uniforme gris de los Caminantes.

- El heroísmo es esencialmente un concepto espacial - dio suavemente el Caminante -. Los héroes se acaban al mismo tiempo que el espacio libre por explorar - se volvió como arrepentido de haber hablado, como un hombre que trata de sobrellevar una aflicción personal.

- Oh, ¿y qué opináis de ser Orfiano? - preguntó un brillante y joven reproductor -. ¡Eso sí que es heroísmo! Atravesó solo el Brazo en una pequeña cápsula - rió, coqueto.

- No es para tanto - murmuró una cultivada voz de Galfad; el lutroide que había estado usando el puesto de referencias se quitó los cables de recepción y le sonrió al reproductor con aire distante -. Tales proezas son apenas un canto de cisne, las sobras de la cosecha, si queréis. ¿Acaso Orfiano se lanzó a lo desconocido? De ningún modo. Simplemente ponía a prueba su capacidad personal. Jugaba al héroe. No - la voz del lutroide adquirió la claridad de un Cronista experto -. La fase primitiva ha concluido. La verdadera frontera ahora está dentro: el espacio interior - se ajustó la forrajera académica.

El mercader había vuelto a su pantalla.

- Pues aquí hay una bonita oferta - gruñó -. Un anillo solar en venta, en el sector Eridani. Hace tiempo que ese sector necesita desarrollo, y las posibilidades son buenas. ¡Si alguno de esos jóvenes iracundos se decidiera a inflar las branquias y hacer algo... - golpeó al vástago en el hocico y le arrancó un maullido lastimero.

- Pero eso se parece demasiado al trabajo - agregó su interlocutor con un ánimo conciliador.

El Caminante había estado observando con callada hosquedad. Se inclinó hacia el lutroide.

- Habla usted del espacio interior. ¿Se refiere a las investigaciones psíquicas? ¿Exploraciones puramente subjetivas?

- De ninguna manera - dijo satisfecho el lutroide -. Los cultos psíquicos me parecen mero sensacionalismo. Me refiero a la realidad, a esa realidad más simple y profunda que yace más allá del alcance de las metodologías triviales de la ciencia, la realidad que sólo podemos abordar mediante lo que se llama experiencia estética o religiosa, la inmanencia divina, si prefiere...

- El arte o la religión no lo llevarían a Orión - objetó - un perro espacial gris del capullo contiguo -. Si no fuera por la ciencia no estaría usted brincando parsecs en una nave aleph.

- Quizá brincamos demasiado - sonrió el lutroide -. Quizá nuestra capacidad técnica nos hace brincar, como usted dice, sobre...

- ¿Y las guerras del Brazo? - gritó el joven reproductor -. Oh, la ciencia es horrible. Lloro cada vez que pienso en esa pobre gente - los grandes ojos humearon y la criatura se abrazó el cuerpo de manera sugestiva.

- Bien, no se puede culpar a la ciencia por lo que hacen con ella unos sabuesos con poder - masculló el perro espacial volviendo el capullo hacia el reproductor.

- Correcto - dijo otra voz, y el grupo se dispersó.

Los ojos soñadores del Caminante seguían fijos en el lutroide.

- Si usted está tan seguro de esa realidad más profunda de ese espacio interior - dijo serenamente -, ¿por qué casi no tiene uñas en la mano izquierda?

La mano izquierda del lutroide se arqueó y luego se estiró lentamente para revelar las uñas carcomidas. No carecía de disciplina.

- Reconozco el derecho de la orden a que usted pertenece, a hacer comentarios personales impertinentes - dijo con rigidez; luego suspiró Y sonrió -. Ah, desde luego. Admito que soy inmune al angst universal, la falta de nervio. El acechante temor al estancamiento y la decadencia, ahora que la vida ha llegado a los límites de la galaxia. Pero considero esto un desafío a la trascendencia que todos debemos lograr, y lograremos, mediante nuestros recursos interiores. Descubriremos nuestra frontera verdadera - cabeceó -. La vida nunca ha sorteado el desafío último.

- La vida nunca se ha topado con el desafío último - replicó el Caminante, sombrío -. Siempre que una raza, sociedad, planeta o sistema o federación o enjambre se hubo expandido hasta sus límites espaciales, luego empezó a decaer. Primero la paralización, luego una creciente entropía, degradación estructural, desorganización, muerte. En todos los casos, el proceso sólo fue detenido mediante la irrupción interna de nuevos pueblos. Tosco y simple espacio exterior. ¿Espacio interior? Considere a los veganos...

- ¡Exacto! - interrumpió el lutroide -. Eso lo refuta a usted. Los veganos estaban alcanzando los más fructíferos conceptos de realidad transfísica, conceptos que ciertamente debemos reconsiderar. Si la invasión mirmidia no hubiera causado tanta destrucción...

- Generalmente se ignora que cuando los mirmidios aterrizaron - dijo el Caminante en voz baja -, los veganos estaban devorando sus propias larvas y utilizaban los tejidos de sueño sagrados como adorno. Muy pocos podían cantar, siquiera.

- ¡No!

- Por el Camino.

Las membranas nictitantes del lutroide le enturbiaron los ojos. Al cabo de un momento dijo formalmente:

- Lleva usted consigo la dádiva de la desesperación.

El Caminante susurraba como para sí mismo.

- ¿Quién vendrá a abrir nuestros cielos? Por primera vez la vida toda está cerrada en un espacio finito. ¿Quién puede rescatar una galaxia? Las Nubes son yermos y las zonas más allá no pueden ser cruzadas siquiera por la materia, mucho menos por la vida. Por primera vez hemos alcanzado el límite de veras.

- Pero los jóvenes - dijo el lutroide con serena angustia. - Los jóvenes lo perciben. Procuran inventar pseudofronteras, huidas subjetivas. Tal vez ese espacio interior pueda fascinarles un tiempo. Pero la desesperación cundirá. A la vida no se la engaña. Hemos llegado al fin de la infinitud, al fin de la esperanza.

El lutroide miró los ojos entornados del Caminante, alzando involuntariamente la sobrepelliz académica como un escudo.

- ¿Cree que no hay nada? ¿Ninguna salida?

- Sólo nos aguarda la prolongada e irreversible decadencia. Por primera vez sabemos que no hay nada más allá de nosotros mismos.

Al cabo de un momento el lutroide agachó la cabeza y los dos seres se dejaron amortajar por el silencio. La Galaxia se deslizaba fuera, invisible, vastísima, centelleante: una prisión finita. Sin salida.

En el corredor algo se movió a sus espaldas.

El niño Rovy se deslizaba sigilosamente hacia las pantallas que daban al no-espacio, los ojos intensos y brillantes.



[ F I N ]






miércoles, 26 de agosto de 2009

El Agua Ciegamente



EL AGUA CIEGAMENTE

La costumbre me trae hasta tu cuerpo
o la necesidad de los planetas.
Esa costumbre ciega de semilla,
la que hace descender por las gargantas
el agua ciegamente,
la que guía a las aves migratorias
año tras año por la misma ruta,
la que impulsa en algún lugar remoto
esta brisa que ahora desordena
tu pelo. Y sonríes,
con costumbres de sol en su sistema.

Irene Sánchez Carrón



Magma. Mekanik Destruktiw Kommandoh. Part.1

Detrás de Aquella Puerta


DETRÁS DE AQUELLA PUERTA

En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta,
aquella que no abriste
y que arroja su sombra de guardiana implacable en el revés de todo tu destino.
Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar,
pero tiene el color de la inclemencia
y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso lo imposible.
Acaso ahora cruja con una melodía incomparable contra el oído contra el oído de tu ayer,
acaso resplandezca como un ídolo de oro bruñido por las cenizas del adiós,
acaso cada noche esté a punto de abrirse en la pared final del mismo sueño
y midas su poder contra tus ligaduras como un desdichado Ulises.
Es tan sólo un engaño,
una fabulación del viento entre los intersticios de una historia baldía,
refracciones falaces que surgen del olvido cuando lo roza la nostalgia.
Esa puerta no se abre hacia ningún retorno;
no guarda ningún molde intacto bajo el pálido rayo de la ausencia.
No regreses entonces como quien al final de un viaje erróneo
—cada etapa un espejo equivocado que te sustrajo el mundo—
descubriera el lugar donde perdió la llave y trocó por un nombre confuso la consigna.
¿Acaso cada paso que diste no cambió, como en un ajedrez,
la relación secreta de las piezas que trazaron el mapa de toda la partida?
No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras arrasadas,
con tu cofre de brasas convertidas en piedras de expiación;
no transformes tus otros precarios paraísos en páramos y exilios,
porque también, también serán un día el muro y la añoranza.
Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta.
Si consigues pasar,
encontrarás detrás, una tras otra, las puertas que elegiste.

Olga Orozco


Magma. Mekanik Destruktiw kommandoh Part.2


sábado, 22 de agosto de 2009

Mucho, mucho tiempo




Mucho, mucho tiempo.
R. A. Lafferty



No termina con uno... comienza con un gemido.

Era un amanecer separador... Incandescencia para la que todas las luces posteriores son como candiles... Calor para el que el calor de todos los soles posteriores no es más que una cerilla quemada... Las polaridades que crean la tensión para siempre.

Y en el medio de todo hubo un gemido, la primera sacudidad que indicaba que el tiempo había empezado.

Los dos desafíos eran más altos que el radio del espacio que estaba naciendo; y una débil criatura, Boshel, se encontraba en el medio, demasiado acobardada como para aceptar ningún desafío.

– ¡Eh! ¿Hasta cuándo vais a estar fuera? – gruño Boshel.

El Acontecimiento Creativo era la Revuelta, dividiendo el vacío en dos. Las dos partes se formaron, oponiendo Naciones de Luz dividida sobre el escarpado abismo. Dos Campeones estaban frente a frente, con una amargura que nunca ha pasado... Michael, envuelto en fuego blanco... y Helel, hinchado con un resplandor negro y púrpura. Y sus seguidores con ellos. Esto se ha alegorizado como Aceptación y Rechazo, y como Dios y Diablo; pero al principio hubo la Polaridad con la que se sostiene el Universo.

Entre ellos, como un pigmeo, se encontraba Boshel, solo, lleno de una gimiente duda.

– Si vas a venir con nosotros, saca el metal primordial – rugió Helel como una crujiente tormenta, mientras se dirigía a sus seguidores, hecho una furia, para formar un nuevo núcleo.

– ¡Eh, vosotros! ¿Vais a volver antes de la noche? – musitó Boshel.

– ¡Oh! ¡Vete al infierno! – rugió Michael.

– Cuidado con ese pequeño juramento – observó Helel –. Todavía no hay fuego suficiente para incendiar un edificio.

Las dos grandes multitudes se separaron, y Boshel se quedó sólo en el vacío. Aún estaba allí cuando se produjo una segunda y pequeña sacudida y el tiempo comenzó de veras, reventando la vaina y convirtiéndola en un chorro de chispas que viajaron y crecieron. El seguía estando allí cuando las chispas adquirieron forma y movimiento; y continuó estando allí cuando la vida comenzó a aparecer en las pequeñas manchas de hollín desprendidas de las chispas. Permaneció allí durante mucho, mucho tiempo.

– ¿Qué vamos a hacer con esa pequeña sabandija? – le preguntó un subordinado a Michael – No podemos dejarle ahí, ensuciando el paisaje para siempre.

– Iré a preguntarlo – dijo Michael.

Y así lo hizo. Pero a Michael se le dijo que la responsabilidad era suya; que Boshel tendría que ser castigado por su indecisión; y que dependía de Michael seleccionar el castigo adecuado y comprobar que éste se llevara a cabo.

– ¿Sabes que hizo tartamudear el tiempo al principio? – le dijo Michael al subordinado –. Colocó un elemento de azar que lo afectó todo. Por eso tiene que tratarse de un castigo que tenga algo que ver con el tiempo.

– ¿Tienes alguna idea? – preguntó el subordinado.

– Ya pensaré en algo – dijo Michael.

Bastante después de aquello, Michael estaba hojeando un libro una tarde, en una librería de Los Ángeles.

– Aquí dice – entonó Michael – que si seis monos fueran colocados ante seis máquinas de escribir y mecanografiaran durante un espacio de tiempo suficiente, mecanografiarían con exactitud todas las palabras de Shakespeare. El tiempo es algo de lo que disponemos a montones. Intentémoslo, Kitabel, y veamos cuánto tiempo tarda.

– ¿Qué es un mono, Michael?

– No lo sé.

– ¿Qué es una máquina de escribir?

– No lo sé.

¿Qué es Shakespeare, Michael?

– Todo el mundo puede hacer preguntas, Kitabel. Reúne todas esas cosas y empecemos de una vez con el proyecto.

– Parece que va a tratarse de un proyecto muy largo. ¿Quién lo supervisará?

– Boshel. Es natural que sea él. Le enseñará a ser paciente y a tener sentido del orden, e imprimirá sobre él la majestuosidad del tiempo. Es exactamente la clase de castigo que he estado buscando.

Reunieron las cosas y se volvieron hacia Boshel.

– En cuanto el proyecto esté terminado, Bosh, habrá pasado tu período de espera. Entonces te podrás unir al grupo y disfrutar con el resto de nosotros.

– Bueno, es mejor que permanecer aquí, sin hacer nada – observó Boshel –. El asunto podría ir más rápido si pudiera educar a los monos y hacer que lo copiaran todo.

– No el mecanografiado tiene que hacerse al azar, Bosh. Fuiste tú quien introdujiste el factor azar en el universo. Así que, ahora, sufre las consecuencias.

– ¿Tiene que corresponder la copia con alguna edición en particular?

– Con la edición «Blackstone Readers» del Treinta y Siete. Y estos volúmenes que tengo aquí servirán perfectamente – contestó Michael –. He tenido una charla con los monos y están dispuestos a aplicarse a la tarea. Me ha costado ochenta mil años conseguir que pudieran hablar, pero eso no representa nada cuando hablamos de tiempo.

– ¡Vaya! ¿Acaso hablamos alguna vez de tiempo? – protestó Boshel.

– He hecho un trato con los monos. Serán inmunes a la fatiga y al aburrimiento. Pero a ti no puedo prometerte lo mismo.

– Bueno, Michael, como esto puede durar bastante, me pregunto si no podría tener alguna especie de reloj para ir comprobando qué tal de rápidas van saliendo las cosas.

Así es que Michael le hizo un reloj. Era un cubo de piedra de un parsec de arista.

– No tienes que darle cuerda, Bosh. No tienes que hacerle nada – le explicó Michael –. Un pequeño pájaro llegará cada milenio y afilará su pico en esta piedra. Podrás contar el paso del tiempo por la disminución de la piedra. Es un buen reloj, y sólo tiene una parte móvil, que es el pájaro. No te garantizo que hayas podido terminar todo el proyecto cuando haya desaparecido la piedra, pero al menos podrás saber que el tiempo ha pasado.

– Es mejor que nada – dijo Boshel – , pero esto va a ser una pesadez. Creo que ese concepto del tiempo es algo medieval.

– Así soy yo – dijo Michael – . Sin embargo, te diré lo que puedo hacer, Bosh. Te puedo encadenar a esa piedra y hacer que otro gran pájaro se lance sobre ti en picado y te arranque trozos de hígado. Eso mismo estaba escrito en otro libro, en aquella librería.

– Me haces morir de risa, Mike. No será necesario. Pasaré el rato de algún modo.

Boshel hizo que los monos se pusieran a trabajar. Estaban condicionados para que pulsaran las teclas de las máquinas de escribir al azar. Al cabo de un corto período de tiempo (según cuentan el tiempo las Grandes Criaturas), los monos ya habían producido palabras enteras de Shakespeare: «Permitir», que se encuentra en la escena dos del primer acto de Ricardo III; «Ir», que está en la escena dos del acto segundo de Julio César; y «Ser», que aparece en la primera escena y acto de La tempestad. Boshel se sentía muy animado.

Al cabo de algún tiempo, uno de los monos produjo dos palabras de Shakespeare, una detrás de la otra. Para entonces, el mundo hogar de Shakespeare (que era también el mundo donde se encontraba aquella librería de Los Ángeles donde naciera tan gran idea) ya había desaparecido desde hacía tiempo.

Al cabo de otro tiempo, los monos habían llegado a escribir frases enteras. Para entonces, ya había transcurrido bastante tiempo.

El problema con aquel pequeño pájaro era que su pico no parecía necesitar estar muy afilado cuando llegaba una vez cada mil años. Boshel descubrió que Michael le había jugado una mala pasada de serafín y había estado alimentando al pájaro con natillas blandas. El pájaro daba dos o tres ligeros picotazos a la piedra, y después se marchaba para no volver hasta al cabo de otros mil años. Sin embargo, al cabo de no más de mil visitas, ya se notaba un inconfundible arañazo en la piedra. Era una señal esperanzadora.

Boshel comenzó a comprender que la cosa se podía hacer. Finalmente, uno de los monos – y no precisamente el más brillante – produjo una frase completa: «¿Qué dices tú, tirano?» Y en ese mismo instante, sucedió otra cosa. Fue algo sorprendente para Boshel, que era la primera vez que lo veía. Pero lo tendría que ver miles de millones de veces antes de terminar.

Una mancha de polvo cósmico, situada en las regiones más alejadas del espacio, se encontró con otra mancha. Esto no tendría que haber sido nada raro; siempre había manchas que se encontraban con otras. Pero este caso fue diferente. Cada mancha – en la dirección opuesta –, había sido la más alejada de todo el cosmos. Ya no podía alejarse más que a aquella distancia. La mancha (un numerosísimo conglomerado de mundos habitados) miró a la otra mancha con ojos e instrumentos y vio sus propios ojos e instrumentos devolviéndole su misma imagen. Lo que veía la mancha era a sí misma. La esfera cósmica tetradimensional había quedado completada. La primera mancha se había encontrado a sí misma, saliendo de la otra dirección, y el espacio quedó transvertido.

Después, todo él se derrumbó.

Las estrellas desaparecieron una tras otra y miríada tras miríada. ¡Holocaustos de caída! Todos los orbes oscurecidos cayeron en el vacío, que estaba al fondo. En el vacío no quedó nada, excepto una vaina cerrada y unas cuantas cosas más, fuera de contexto, como Michael y sus asociados, y Boshel y sus monos.

Boshel se sintió incómodo por un momento. Se había acostumbrado al aspecto del universo en expansión. Pero no tenía por qué sentirse incómodo. Todo empezó de nuevo.

Pasaron silenciosamente unos cuantos miles de millones de siglos. Una vez más, la vaina explotó formando un chorro de chispas que viajaron y crecieron. Adquirieron forma y movimiento y la vida volvió a aparecer sobre los abismos arrojados por aquellas chispas.

Y esto ocurrió una y otra vez. Cada ciclo parecía condenadamente largo mientras estaba sucediendo, pero, mirándolo retrospectivamente, los ciclos eran solamente como una luz parpadeante que se encendiera y se apagara. Y, en la Larga Retrospección, eran como un alternador de alta frecuencia, que producía un número increíble de tales ciclos por cada instante y continuaba por eras. Pero Boshel estaba empezando a aburrirse. No había otra palabra con la que poder expresarlo.

Cuando sólo se habían completado unos pocos miles de millones de ciclos cósmicos, había una hendidura tan grande en la piedra-roca, que se podía meter un caballo dentro. El pequeño pájaro ya había hecho innumerables viajes para afilar su pico. Y, para entonces, Pithekos Pete, el más rápido de los monos, ya había escrito por casualidad La tempestad, perfecta y completa. Todos se estrecharon las manos, ángel y monos. Por el momento, era algo positivo.

Pero el momento no duró mucho. Pete, en lugar de seguir mecanografiando furiosamente, por casualidad, para producir el resto de las obras, escribió su propia versión mejorada de La Tempestad. Boshel estaba furioso.

– ¡Pero si es mejor, Bosh! – protestó Pete –. Y tengo algunas ideas sobre el arte teatral que realmente lo elevarán.

– ¡Claro que es mejor! Pero no queremos que sea mejor. Sólo queremos tener la misma copia. ¿Es que no os dais cuenta de que estamos elaborando un problema de probabilidades casuales? ¡Oh, cabezas de chorlito!

– Déjame tener ese maldito libro durante un mes, Bosh, y te copiaré todo lo que hay ahí al pie de la letra, y habremos terminado – sugiró Pithekos Pete.

– ¡Las reglas, cabezas vacías, las reglas! – rugió Boshel –. Tenemos que guiarnos por las reglas. Sabéis que eso no está permitido y, además, sería descubierto. Por mucho que me duela decirlo, tengo razones para sospechar que uno de mis propios monos y asociados aquí presentes es un informador. Nunca conseguiríamos hacerlo.

Después de este breve malentendido, las cosas fueron mejor. Los monos se aplicaron a cumplir su tarea. Y al cabo de un número de ciclos, expresado por nueve seguido de ceros suficientes para extenderse alrededor del universo hasta un período justo anterior a su colapso (el radio y la circunferencia de la esfera final son, evidentemente, lo mismo), quedó preparada por fin la primera versión completa.

Era errónea, desde luego, y tuvo que ser rechazada. Pero había en ella menos de treinta mil errores; eso presagiaba grandes cosas y un triunfo final.

Más tarde (¡pero podía ser aún más tarde!) llegaron a acercarse bastante. Cuando la hendidura de la piedra reloj podía contener ya un sistema solar de tamaño medio, consiguieron una versión en la que había sólo cinco errores.

– Llegará – dijo Boshel –. Llegará con el tiempo. Y el tiempo es lo único de que disponemos en gran cantidad.

Tarde – mucho, mucho más tarde –, pareció que ya disponían de una copia perfecta y, para entonces, el pájaro ya había desgarrado casi la quinta parte de la masa de la gran piedra, todo ello con sus visitas milenarias.

El propio Michael leyó la versión y no pudo encontrar ningún error. Pero no era definitivo, desde luego, porque Michael era un lector impaciente y apresurado. Se necesitaron tres lecturas para verificarlo, pero las esperanzas nunca fueron tan altas.

Transcurrió la segunda lectura, llevada a cabo por un ángel mucho más cuidadoso, y que se pronunció diciendo que era una versión perfecta, letra por letra. Pero el lector había terminado su lectura a últimas horas de la noche y podía haber mostrado cierta falta de cuidado al final.

Y pasó la tercera lectura, que comprendió las treinta y siete obras, y todos los poemas al final. Esta última lectura fue realizada por Kitabel, el propio ángel escribiente, que fue nombrado para llevarla a cabo. Estaba a punto de firmar el certificado, cuando se detuvo.

– Hay algo que parece atascado en mi mente – dijo, y sacudió la cabeza para intentar despejarse –. Hay como un eco que no está del todo correcto. No quisiera cometer una equivocación.

Había escrito «Kitab…», pero no había terminado aún la firma.

– No podré dormir esta noche, si no pienso ello – se quejó –. Si había algo, no estaba en las obras de teatro. Sé que estaban perfectas. Debe de tratarse de algo que había en los poemas… algo situado bastante cerca del final…, alguna disonancia. O bien la propia edición original tenía algún fallo, alguna línea mal escrita a propósito, o bien se trata de un error de transcripción que mi ojo ha pasado por alto, pero que recuerda mi oído. Reconozco que, cuando ya me encontraba hacia el final, me sentía un poco adormilado.

– ¡Oh! ¡Por todos los mundos que fueron hechos, firma! – rogó Boshel.

– Si has esperado todo este tiempo, no te morirás por esperar un poco más, Bosh.

– No apuestes por eso, Kit. Estoy a punto de estallar. Te lo aseguro.

Pero Kitabel volvió a la copia y lo encontró…, era un verso en el Fénix y la Tortuga:

Desde esta sesión queda vedada Toda ave de ala tirana, Salvo el águila, pluma soberana: Mantened esta norma observada.

Eso era lo que decía el libro. Y lo que Pithekos Pete había escrito era casi lo mismo, pero no exactamente lo mismo:

Desde esta sesión queda vedada Toda ave de ala tiranna, Salvo el águila, pluma soberanna: Maldita máquinna, la n está atascada.

Y si no han visto nunca llorar a un ángel, las palabras no podrán describir el espectáculo que dió Boshel.

Esta misma noche siguen mecanografiando, por casualidad, porque aquella última copia, tan cercana a la victoria, se produjo hace poco menos de un millón de miles de millones de ciclos. Y sólo hace un momento – al principio del presente ciclo –, uno de los monos consiguió escribir de un tirón, y por casualidad, no menos de nueve palabras seguidas de Shakespeare.

Aún hay esperanza. Y a estas alturas, el pájaro ya ha socavado aproximadamente la mitad de la masa de la roca.







[ F I N ]





miércoles, 19 de agosto de 2009

Los Versos de Oro



Pitágoras

LOS VERSOS DE ORO

Honra, en primer lugar,
y venera a los dioses inmortales,
a cada uno de acuerdo a su rango.
Respeta luego el juramento,
y reverencia a los héroes ilustres,
y también a los genios subterráneos:
cumplirás así lo que las leyes mandan.
Honra luego a tus padres
y a tus parientes de sangre.
Y de los demás, hazte amigo
del que descuella en virtud.

Cede a las palabras gentiles
y no te opongas a los actos provechosos.
No guardes rencor
al amigo por una falta leve.

Estas cosas hazlas
en la medida de tus fuerzas,
pues lo posible se encuentra
junto a lo necesario.

Compenétrate en cumplir
estos preceptos,
pero atiénete a dominar
ante todo las necesidades
de tu estómago y de tu sueño,
después los arranques
de tus apetitos y de tu ira.

No cometas nunca
una acción vergonzosa,
Ni con nadie, ni a solas:
Por encima de todo,
respétate a ti mismo.

Seguidamente ejércete
en practicar la justicia,
en palabras y en obras,
Aprende a no comportarte
sin razón jamás.

Y sabiendo que morir
es la ley fatal para todos,
que las riquezas,
unas veces te plazca ganarlas
y otras te plazca perderlas.

De los sufrimientos que caben
a los mortales por divino designio,
la parte que a ti corresponde,
sopórtala sin indignación;
pero es legítimo que le busques remedio
en la medida de tus fuerzas;
porque no son tantas las desgracias
que caen sobre los hombres buenos.

Muchas son las voces,
unas indignas, otras nobles,
que vienen a herir el oído:
Que no te turben ni tampoco
te vuelvas para no oírlas.
Cuando oigas una mentira,
sopórtalo con calma.

Pero lo que ahora voy a decirte
es preciso que lo cumplas siempre:
Que nadie, por sus dichos o por sus actos,
te conmueva para que hagas o digas
nada que no sea lo mejor para ti.

Reflexiona antes de obrar
para no cometer tonterías:
Obrar y hablar sin discernimiento
es de pobres gentes.
Tú en cambio siempre harás
lo que no pueda dañarte.

No entres en asuntos que ignoras,
mas aprende lo que es necesario:
tal es la norma de una vida agradable.

Tampoco descuides tu salud,
ten moderación en el comer o el beber,
y en la ejercitación del cuerpo.
Por moderación entiendo
lo que no te haga daño.
Acostúmbrate a una vida sana sin molicie,
y guárdate de lo que pueda atraer la envidia.

No seas disipado en tus gastos
como hacen los que ignoran
lo que es honradez,
pero no por ello
dejes de ser generoso:
nada hay mejor
que la mesura en todas las cosas.

Haz pues lo que no te dañe,
y reflexiona antes de actuar.
Y no dejes que el dulce sueño
se apodere de tus lánguidos ojos
sin antes haber repasado
lo que has hecho en el día:
"¿En qué he fallado? ¿Qué he hecho?
¿Qué deber he dejado de cumplir?"
Comienza del comienzo
y recórrelo todo,
y repróchate los errores
y alégrente los aciertos.

Esto es lo que hay que hacer.
Estas cosas que hay
que empeñarse en practicar,
Estas cosas hay que amar.
Por ellas ingresarás
en la divina senda de la perfección.
¡Por quien trasmitió a nuestro
entendimiento la Tetratkis (Ver nota)
la fuente de la perenne naturaleza.

¡Adelante pues!
ponte al trabajo,
no sin antes rogar
a los dioses que lo conduzcan
a la perfección.
Si observares estas cosas
conocerás el orden
que reina entre los dioses inmortales
y los hombres mortales,
en qué se separan las cosas
y en qué se unen.

Y sabrás, como es justo
que la naturaleza es una
y la misma en todas partes,
para que no esperes
lo que no hay que esperar,
ni nada quede oculto a tus ojos.

Conocerás a los hombres,
víctimas de los males
que ellos mismos se imponen,
ciegos a los bienes
que les rodean,
que no oyen ni ven:
son pocos los que saben
librarse de la desgracia.
Tal es el destino
que estorba el espíritu
de los mortales,
como cuentas infantiles
ruedan de un lado a otro,
oprimidos por males innumerables:
porque sin advertirlo
los castiga la Discordia,
su natural y triste compañera,
a la que no hay que provocar,
sino cederle el paso
y huir de ella.

¡Oh padre Zeus!
¡De cuántos males
no librarías a los hombres
si tan sólo les hicieras
ver a qué demonio obedecen!

Pero para ti, ten confianza,
porque de una divina raza
están hechos los seres humanos,
y hay también la sagrada naturaleza
que les muestra
y les descubre todas las cosas.
De todo lo cual,
si tomas lo que te pertenece,
observarás mis mandamientos,
que serán tu remedio,
y librarán tu alma
de tales males.

Abstiénete en los alimentos como dijimos,
sea para las purificaciones,
sea para la liberación del alma,
juzga y reflexiona
de todas las cosas y de cada una,
alzando alto tu mente,
que es la mejor de tus guías.

Si descuidas tu cuerpo para volar
hasta los libres orbes del éter,
serás un dios inmortal, incorruptible,
ya no sujeto a la muerte.




Nota: Tetraktys o Cuaternidad. Número sagrado y fundamental de los pitagóricos por el cual juraban su fidelidad. Simboliza la unidad origen y principio, la dualidad de las oposiciones y las complementariedades, y el triunfo de la trinidad, que finalmente se despliega en el universo del cuatro. 1 + 2 + 3 + 4 = 10, la unidad expandida en la manifestación, = 1 + 0 = 1, el retorno a la unidad del origen. N. del T.


Ilustración de Willian Blake

sábado, 8 de agosto de 2009

Arena y Espuma


ARENA Y ESPUMA

Khalil Gibran


Siempre estoy vagando en esta playa

Entre la arena y la espuma.

La marea borrará las huellas de mis pies

Y el viento esparcirá la espuma.

Pero el mar y la playa continuarán por siempre jamás.

Un día encerré en mi mano un poco de niebla.

Y al abrir el puño, ¡ay!, la niebla

Se había convertido en gusano.

Volvía cerrar y abrir el puño, y ¡Albricias!,

En mi palma había un pájaro.

Nuevamente cerré y abrí el puño, y

Vi que en mi palma había un hombre,

De pie, de rostro triste, que me observaba.

Y volví a cerrar el puño; al abrirlo,

No había más que niebla.

Pero escuché un canto de inenarrable dulzura.

Apenas ayer me sentía una partícula

Oscilando sin ritmo en la espera de la vida.

Ahora sé que soy la espera, y toda

La vida palpita en rítmicos fragmentos

En mi interior.

Me dicen, en su vigilia:

"Tú y el mundo en que vives no sois

Más que un grano de arena en la

Infinita playa de un mar infinito".

Y yo les digo, en mi sueño: "Soy

El mar infinito, y todas las palabras

No son más que granos de arena

En mi playa".







martes, 4 de agosto de 2009

El Truco de la Espada


El Truco de la Espada

H. H. Hollis


A última hora de la tarde de un desagradable día de otoño, un topólogo de cuarenta años, empleado para enseñar matemáticas en una Universidad a la que despreciaba, aburrido por sus alumnos y amilanado por haber hecho ya todo lo importante que haría en su vida, tropezó con un grupo de estudiantes que entregaban flores y panfletos. Antes que pudiera recuperar los libros que se le habían caído del bolso e irse para continuar redactando mentalmente una memorable carta de dimisión, su mirada cayó sobre una desaseada adolescente, y quedó irremediablemente atrapado.

Pensando romper el hechizo, osadamente le dijo a ella:

—¿No estás en mi clase de topología elemental?

La muchacha lamió el cono de helado de frambuesa que sostenía y dijo, sin el menor rastro de una sonrisa:

—Usted debe estar loco. Yo no soy estudiante, sólo soy una gitana vagabunda que dice la buenaventura. —Acercó el cono de helado a los labios del profesor para que lamiera—. ¿Tiene usted algún lugar al que podamos ir, para decirle la buenaventura?

El matemático supo que ella no era gitana, ya que nuestros modernos y civilizados rumanos no se permiten el ir tan sucios como ella estaba. Él estaba convencido que ella le engañaba, pero se encontraba tan deprimido que dijo:

—¡Gitana loca! Vamos a mi apartamento, y digámonos la buenaventura y otras mentiras hasta que el mundo se derrita.

Se marcharon tomados de la mano ante la mirada de cuarenta testigos.

Dentro de su propia subcultura, sin embargo, los estudiantes rebeldes se atenían a un rígido código; y habrían muerto antes que informar al Decano de la Facultad de lo que había sucedido. De modo que la absoluta inmoralidad en que había incurrido el profesor fue inadvertida y no sería anunciada.

Cuando la hubo despojado de sus ropas, la muchacha apareció tan sucia como su aspecto externo inducía a suponer; pero eso lo determinó aún más a aprovecharse de ella. Más tarde, la convenció para que se duchara con él. Y cuando se marchó, con sus cabellos color ron partidos en dos largas trenzas, la muchacha parecía una Niña Exploradora recién frotada.

La suciedad resultaba ser para ella su equivalente del maquillaje para uso público; cuando el profesor la encontró al día siguiente, iba tan deleznablemente tiznada como siempre, y ella lamía un cono de helado púrpura bañado en jarabe de uva.

Se tomaron de la mano y se marcharon directamente al apartamento del profesor.

La joven apenas habló hasta última hora de la tarde, después que ellos se hubieron duchado juntos. Ella se estaba secando el pelo, y la información brotó confusamente.

—Hoy estuve en el despacho del Director —dijo—, y le he contado lo que hay entre nosotros.

El profesor se sentía tan satisfecho que contempló la ruina de su carrera académica con placer.

—De acuerdo, charlatana. ¿Cómo vamos a vivir ahora?

—No soy realmente una gitana —dijo ella—, pero la otra vez que me escapé de casa estuve en un carnaval. Conozco el truco de las espadas. Tú podrías ser un mago indio. Podríamos montar un número, unirnos a unos feriantes y viajar con ellos.

—¡Puedo hacer algo mejor que eso! —exclamó el topólogo—. Hace mucho tiempo que no me dedico a la mecánica, pero tengo un pequeño laboratorio que servirá para el caso. Acompáñame al sótano del Departamento de Psicología, y te enseñaré algo que no vas a creer.

—Pruébamelo, criatura —replicó su enamorada—. Te sorprenderá lo que yo puedo creer.

Se acercaron a las silenciosas jaulas en las cuales se guardaban los animales para los experimentos, y el profesor sacó de una de ellas un robusto ratón. A continuación tomó unas tiras de plástico transparente, encendió un mechero de gas y destapó un frasco de adhesivo plástico. En unos minutos el topólogo construyó un recipiente que desafiaba a la mirada en lo que se refiere a definir su forma exacta, pero que a simple vista parecía un cilindro. En un abrir y cerrar de ojos, metió al ratón dentro del cilindro y cerró la parte superior. El ratón podía ser visto a través del plástico, pero parecía encontrarse en una postura fija, flotando en el aire con las patas y la cola extendidas, tal como había sido introducido en el recipiente.

Calentando una varilla puntiaguda, el profesor practicó un agujero, primero en un lado del pandeado cilindro, luego en el otro. Cuando la larga aguja se hubo enfriado, introdujo su aguda punta a través de un agujero y atravesó el corazón del roedor, haciendo salir después la punta por el segundo agujero. Agitando el cilindro sobre la mano de la muchacha, el profesor depositó una pequeña gota de sangre arterial ratonil sobre su muñeca.

Mientras contemplaba la gota de color escarlata, unas lágrimas asomaron a los ojos de la muchacha.

—Gran cosa, hombre gordo. ¡Asesino de ratones! —ella dijo—. ¿Crees acaso que un ratón salvaje se metería en ese tubo de plástico?

—Corazón de mi corazón —replicó el profesor—, no es un tubo. Ni siquiera es un cilindro, y desde luego no es una ratonera. Es un teseracto, como sabrías si hubieras leído una obra muy popular sobre topología.

—¡Oh! Sé perfectamente lo que es un teseracto: un dado con un dado en cada uno de los lados. Pero esa ratonera no me parece que sean seis dados rodeando a un dado.

—Desde luego que no, ya que de ser así nuestro ratón estaría muerto. Esto es un teseracto, es decir, una ilusión temporal.

—¡Una ilusión temporal!

—Sí, querida —dijo el profesor—, una ilusión temporal. La topología nos enseña que las propiedades matemáticas pueden ser completamente independientes de la forma aparente. Un círculo continúa siendo un círculo, aunque parezca un pastel de cubierta festoneada, como ocurre cuando es arrastrado sobre una superficie ondulada. Esta ratonera es un dado cubicado, parcialmente desplazado a lo largo de la dimensión del tiempo. Por eso tiene un aspecto deforme. Ven, tócalo.

Desde luego, al tacto parecía bastante sólido: un dado con un dado en cada uno de los lados; pero incluso cuando se sostenía en la mano y se tocaba, el objeto seguía pareciendo un cilindro ondulado, y el ratón seguía permaneciendo inmóvil, aparentemente muerto.

—¡Este ratón está muerto! ¡Puaj! —exclamó la muchacha.

El topólogo tiró de la diminuta espada, abrió la parte superior de la caja y depositó al ratón sobre su mano. El pequeño animal se sentó inmediatamente sobre sus patas traseras y agitó las patas delanteras, como pidiendo queso.

—¿Cómo has hecho eso? —gritó la muchacha, excitada.

—Es muy sencillo —respondió el pensador—. El exterior fluctúa con este momento del tiempo, debido a la leve torsión que le di a la forma cuando lo construía; pero el interior está fijo en el tiempo, porque la mayor parte de la masa interna está extendida alrededor del continuo, muy amplio pero finito, de espacio y tiempo que es nuestro universo. El «tiempo» ha pasado tan lentamente para este pequeño granuja, que los procesos de regeneración y de reparación de su cuerpo se han desarrollado como instantáneamente, y la herida aparentemente mortal sólo fue para él un leve pinchazo. ¿Crees que podrías meterte en un gran teseracto como éste y dejar que yo te atravesara con una espada..., sabiendo que no sufrirías el menor daño?

La muchacha palmoteó de placer.

—¡Oh, sí, cariño! Eso sería un truco mucho más desconcertante para el espectador que el antiguo truco de la espada.



El número obtuvo un éxito sensacional. Los espectadores quedaban embobados por la belleza de la muchacha. Y cuando el topólogo introducía una afilada espada a través de su maravilloso cuerpo, tan ligero de ropa como permitían las leyes locales, las multitudes se quedaban con la boca abierta. Cuando se hacía girar la caja para mostrar la punta enrojecida de la espada, las mujeres —y muchos hombres— se desmayaban. Más tarde, pagaban un dólar por cabeza para examinar la diminuta herida mientras se cerraba y desaparecía, habitualmente debajo de uno de los espectaculares senos de la muchacha.

Aquella vida de feriantes fue un idilio. Sin embargo, aunque cuarenta años no significan que un hombre sea viejo, tampoco significan que sea joven; y el profesor de matemáticas terminó por descubrir que volvía a sentirse fastidiado. El vocabulario de la muchacha no mejoraba, y su afición favorita continuaba siendo el consumo de helados. La diferencia de sus edades era suficiente para que sus actitudes sexuales básicas resultaran irreconciliables. Para él, el amor carnal necesitaba el estímulo de lo «prohibido»; para ella, el acto sexual era una función natural, como el respirar o el defecar, de modo que entre los dos no sería posible un entendimiento total, ni siquiera en la cama.

De acuerdo con la moda que había adoptado su generación, la muchacha era fiel. Podría haber otros más tarde, pero ahora ella no concedía sus favores a nadie. Al profesor le era negado incluso el acibarado condimento de los celos.

Cada noche, al final de su última actuación, cuando entraban en su alojamiento, solía levantar los brazos y, marcando unos pasos de baile como una danzarina de un harén, decía: «Ayúdame a prepararme para el baño, cariño».

Casi no sostenían ninguna otra conversación.

Al final, el idilio se convirtió en una esclavitud para el profesor.

Él encontró algún respiro cuando descubrió que un fakir hindú, que formaba parte del espectáculo durmiendo sobre clavos, vertiendo plomo derretido en sus ojos, etcétera, era un fracasado estudiante de una Maestría en Matemáticas de la Universidad de Rawalpindi. Hablando con él, el topólogo pudo evitar el volverse completamente loco. Sin embargo, estaba un poco chiflado. Detestaba a la muchacha y sólo soñaba en lo que haría cuando ella le abandonara; pero ella no se marchaba y continuaba levantando sus brazos delante de él y marcando pasos de baile, tan exquisitamente fastidiosa como un pequeño gato que continúa tirando del calcetín de uno cuando ha dado por terminado el juego.

Empezó a actuar de mala gana; en realidad, el teseracto sólo le había interesado realmente en su fase experimental. En cierta ocasión la espada que empujaba se desvió del agujero y cayó de punta sobre el dedo gordo de su pie derecho. Aquélla fue una herida real, en el tiempo real, no extendida a lo largo del continuo espacio-tiempo, y por espacio de una semana le produjo unos terribles dolores. Cada vez que cojeaba, el dolor le reafirmaba en su decisión de librarse de la muchacha, hasta que al fin su fecunda mente topológica encontró la forma.

El profesor poseía una colección de espadas que utilizaba para su espectáculo, y una noche dejó junto a su cama, al alcance de la mano, una imitación bastante lograda de una espada corta romana. En su época, aquella espada había representado un gran avance tecnológico para los fabricantes de armas, y a la belleza de su forma añadía un terrible poder de penetración.

Cuando terminó la última función, el profesor se mostró más cariñoso que de costumbre con la muchacha. Y mientras se secaban el cuerpo el uno al otro, después de su baño ritual, el profesor besó a su compañera y le dijo:

—Querida, ¿te importaría dejarme practicar la última parte del número? Últimamente no me siento muy seguro en escena...

Ella estaba tan contenta al ver que él volvía a estar contento, que accedió inmediatamente. De modo que montaron un teseracto de repuesto que guardaban en su alojamiento y la muchacha se introdujo en él con una sonrisa que casi hizo reconsiderar al profesor lo irremediable del acto que había planeado. Luego recordó los meses de fastidio y endureció su corazón. Sin que le temblara el pulso, introdujo la espada lo más cerca posible del corazón de la muchacha, al tiempo que con el pie daba un par de golpes a la construcción de plástico, modificando su forma: en vez de un cilindro pandeado, como hasta entonces, apareció como un solo dado de unas seis pulgadas de lado, con un dibujo abstracto en cada cara.

El dado era mucho más pesado de lo que parecía, ya que una parte substancial de la masa de la muchacha estaba distribuida a lo largo de toda la continuidad espacio-temporal cilindrico-esférica. Mientras contemplaba la superficie lisa como un espejo de una de las caras del dado, un ojo y una ceja se extendieron lentamente a través del plano; pero en aquel ojo no había pánico ni reconocimiento. El profesor se dio cuenta que para la ocupante de aquella singular caja, sus movimientos eran tan rápidos en apariencia como para resultar un simple manchón. Silbando, el profesor introdujo el pesado dado en su maleta y salió de su alojamiento. Se cruzó con el fakir hindú y le dijo:

—Hasta la vista, amigo. Nos hemos cansado de este circo y de sus pulgas y vamos en busca de nuevos horizontes.

Así desapareció Grax, el Espadachín del Tiempo, y apareció de nuevo un topólogo de gran talento que se había tomado unas vacaciones fuera de temporada.

Las frustraciones que casi le habían consumido antes de su aventura parecían haberse desvanecido. Se instaló con placer en una nueva rutina académica y se convirtió en un experto en su ejecución. Cada cinco años, quizá, tenía un alumno realmente prometedor; pero la escasez ya no le preocupaba. El caso era ascender en el escalafón académico.

El pesado dado era ahora un pisapapeles sobre el escritorio de su apartamento. Nadie reconoció nunca en los dibujos abstractos de sus lados los contornos topologizados de un ser humano muerto. A grandes intervalos, aparecía a través de una de las caras del prisma alguna característica anatómica identificable con la cual el profesor había trabado íntimo conocimiento, y entonces experimentaba una vaga sensación de pesar, recordando la única aventura de su vida y su trágico desenlace. Pero en aquellas raras ocasiones llenaba su pipa, abría la Revista de Topología y volvía a sumergirse en la vida apacible de la universidad.

Cuando tenía sesenta años y era casi calvo, apareció en su clase el estudiante de sus sueños, que comprendía todo lo que él decía en su difícil especialidad y replicaba con elegante desparpajo y desacostumbrada intuición a sus complicados planteamientos matemáticos. Objetivamente, sabía que el muchacho lo era todo menos guapo, pero subjetivamente (y en privado, desde luego, ahora era muy formal) consideraba que el muchacho tenía «muy buen aspecto». Esta sensación le intrigó hasta que un día, repasando unos antiguos boletines universitarios, encontró un retrato suyo de su época de estudiante. Su mejor alumno era lo bastante parecido a él como para poder ser su doble, o al menos su hermano menor.

Poco después de aquello, el profesor confió al muchacho la historia de su escapada. Al hacerlo obedeció a un impulso inexplicable, sabiendo que no era prudente; pero el muchacho empezaba a revelar el mismo raro talento que el profesor poseía para traducir las abstracciones topológicas en utensilios que hacían cosas peculiares. Y a pesar que el muchacho afectaba la amoralidad total propia de su generación, quedó impresionado por el relato; impresionado y también intrigado. Tomó la caja y la sacudió.

—Tal vez está viva —dijo—. Después de todo, el interior sólo ha sido un instante. Vamos a abrirla.

—No seas ridículo —dijo el profesor, tomando la caja y colocándola de nuevo sobre su escritorio—. En primer lugar, ella no está viva. Mientras se encuentre dentro del dado, no existirá ninguna prueba del crimen. En segundo lugar, si estuviera viva, podría acudir a la policía; o, peor aún, podría decidirse a renovar aquellas horribles y fastidiosas relaciones. Y en tercer lugar, no podemos abrirla. El dado es ahora un sistema cerrado, y ninguna parte del interior es asequible a este aspecto del tiempo y del espacio. Eventualmente, será distribuida de un modo equitativo a través de todo el universo. ¡Decididamente, no! Te prohibo que pienses en ello. ¿Cuándo vas a darme aquel artículo sobre los reinvertebrados topológicos?

La conversación languideció, y el estudiante no tardó en despedirse. Un par de días más tarde, el profesor encontró al muchacho hurgando en los bordes del dado con un aparato a base de espejos, lo cual provocó una acalorada discusión, pero paulatinamente sus relaciones volvieron a ser casi tan cordiales como antes.

Un día, el estudiante se presentó en el apartamento del profesor llevando en la mano un pequeño trozo de metal, cuya forma resultaba muy difícil de determinar. Mejor dicho, parecía cambiar de forma continuamente.

—¿Qué diablos llevas ahí? —preguntó el profesor, en tono irritado.

—Es una cinta de Moebius, cromada, retráctil, invertida y universal —dijo el joven.

El profesor se echó a reír. Todos los escolares saben que una cinta de Moebius es una tira de cualquier material, uno de cuyos extremos ha sido retorcido antes de unirlo al otro para formar un aro. La consecuencia de aquella torsión es que la cinta de Moebius se convierte en una figura geométrica que tiene un solo lado y un solo borde; aunque el sentido común puede distinguir claramente, al examinarla, que tiene dos lados y dos bordes. Sin embargo, un lápiz que trace una línea partiendo del centro de «un lado» se encontrará con su propia señal, cuando tendría que verse una línea dibujada sobre «ambos lados»... Porque sólo hay un lado, ¿os dais cuenta?

Pero todos los escolares saben lo que es una cinta de Moebius: una simple curiosidad. El profesor le explicó todo esto a su alumno, y terminó diciendo:

—Y supongo que ahora vas a decirme que tiene alguna aplicación práctica.

—Sí —dijo el muchacho—, la tiene.

Y antes de que el profesor pudiera impedirlo, se acercó al escritorio, hurgó en el dado con una mitad de la brillante cinta de Moebius y sacó los restos de una espada corta romana.

Al cabo de unos instantes, el cilindro había recobrado su antigua forma y tamaño y una joven completamente desnuda había salido de él. Estupefacto, el profesor vio una sonrosada herida triangular, que evidentemente había acabado de cicatrizar, debajo del seno izquierdo de la muchacha.

—¡Cariño mío! —exclamó ella—. ¡No vuelvas a utilizar esa cuchilla de carnicero! ¡Ha sido algo horrible!

Y envolvió al estudiante en un apasionado abrazo.

Luego vio al profesor y se ocultó detrás del joven.

—¿Quién es ese viejo calvo? —inquirió—. Yo sé lo que hay que hacer con los mirones, cariño.

Y, tras un guiño y un gesto de asentimiento, la joven y el estudiante introdujeron al profesor en el dado expansionado y lo distorsionaron hasta que se convirtió en una pequeña caja.

Incluso en el interminable instante en que se ha convertido en el interior del dado, el tiempo ha empezado a parecerle muy largo al topólogo. Sabe que la muchacha y el estudiante se han convertido en polvo hace ya mucho tiempo en el caleidoscópico mundo exterior. Está empezando a ser transparente, de modo que sabe que su substancia se está extendiendo lentamente a lo largo de toda la continuidad espacio-temporal cilindrico-esférica. Ha comprendido que cuando él esté completamente distribuido, el universo llegará a su fin; y ha redactado mentalmente un asombroso artículo, explicando todo el fenómeno. Lo único que siente es que nunca podrá enviarlo a la Revista de Topología para su publicación.



[FIN]